FERIAS Y MERCADOS EN CASTILLA AL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN
Memoria para el Grado de Doctor de María del Mar López Pérez (De páginas 607 a la 622)
En esta investigación he tratado de conocer el comercio interior desarrollado en Castilla en la segunda mitad del siglo a través del análisis de uno de sus componentes. Las ferias y mercados desempeñaron en Castilla un papel necesario para facilitar los intercambios cuando hubo dificultades para abastecerse y, al mismo tiempo, cuando el aumento de la producción exigió mecanismos urgentes para estimular un crecimiento económico que parece se veía frenado, en algunas zonas, por la falta de comercialización. En este sentido, las ferias permitieron la articulación de comarcas y provincias. Su multiplicación en la segunda mitad del siglo XVIII no era más que el incremento de la necesidad de formas nuevas de intercambio más estables, mejor adaptadas a una demanda continua y capaces de absorber mayor volumen de comercio.
Como se ha dicho, la población y la producción crecieron en el siglo XVIII, siendo menor el ritmo expansivo de la segunda mitad, y aunque hubiera años de pérdida de cosechas. Las oscilaciones en la producción corrieron paralelas a las variaciones demográficas y manifiestan que no hubo transformaciones económicas suficientes para permitir un crecimiento demográfico continuo. El incremento del número de habitantes fue posible por los aumentos de la producción agraria, pero en la segunda mitad del siglo comienzan a darse rendimientos decrecientes, que se manifestaron en los problemas de abastecimiento de las décadas 1760 y 1780 y, aún más en los últimos años del siglo, así como en las diferencias de precios entre el interior y la periferia. Las dificultades de producción impulsaron medidas innovadoras defendidas por los ilustrados, conocedores de las corrientes europeas. Se intensificaron las disposiciones liberalizadoras referentes al sector productivo y al comercio, aunque hubiera contradicciones en las soluciones propuestas y no se alcanzasen todos los objetivos perseguidos.
La producción agraria en la segunda mitad del siglo XVIII fue insuficiente para lograr la moderación en los precios de los bienes. La renta de la tierra también se incrementó por la falta de oferta debido a la existencia de tierras amortizadas. Se manifestaron conflictos entre propietarios y trabajadores, jornaleros y braceros, como muestran los expedientes llegados al Consejo de Castilla y que servirían para la elaboración del Informe de Ley Agraria, por Jovellanos. Las quejas se centraron en la subida de la renta de la tierra y en la frecuencia de los subarriendos y los desahucios. Por otro lado, se enfrentaron los intereses de los labradores, motivados por los precios a que estaban llegando los cereales, con los de los ganaderos trashumantes, alentados por el deseo de conservar bajos los precios de las hierbas.
Los problemas de abastecimiento llevaron a actuar a los gobiernos para tratar de solucionar la escasez a corto plazo, sobre todo cuando malas cosechas provocaron subidas en los precios de los cereales, coincidiendo con la supresión de la tasa del grano en 1765. El estado estimuló la creación de pósitos y de nuevos centros de intercambio alhóndigas y mercados- con el fin de aliviar las necesidades, minorar los precios y lograr los suministros, sobre todo en el interior. Pretendió que la mayor facilidad para los intercambios, así como la prohibición de almacenamiento y acaparamiento, implicase una moderación en los precios y, por tanto, el surtimiento de los vecinos. Con tal fin, el Consejo de Castilla favoreció la legalización y aprobación de ferias y mercados. Al mismo tiempo se intensificaron las peticiones desde las villas, motivados por las dificultades para los suministros y el incremento de la demanda.
Hubo interés en fomentar el sector manufacturero desde el Estado por querer desvincularse de la dependencia del exterior, como ocurrió con los tejidos, y por creer que su desarrollo repercutiría en otros sectores. Los gobernantes trataron de animar la producción y la canalización de capitales privados al sector mediante la exención fiscal, la imitación de empresas extranjeras, las inversiones públicas y la política aduanera. En las ferias y mercados castellanos fue la producción artesanal de calidad media y baja la que predominó en los intercambios, aunque se ofrecieran también algunas mercancías extranjeras y de otras regiones como Cataluña. Era producción elaborada en buena parte en las casas de los campesinos como una actividad complementaria y que dejaba escasos excedentes. Procedía también de talleres, pequeños y diseminados por el campo.
Como he señalado, fue prioritario para los gobernantes el arreglo de la red viaria del país, conscientes de que su adelanto estimularía el progreso de la nación por el incremento de la circulación y, en consecuencia, el de la producción. Con esta idea se impulsó la reparación de los caminos y la construcción de nuevos, más intensa en la segunda mitad del siglo, y se buscaron fuentes de financiación. El esfuerzo constructivo respondió al incremento de demanda y de producción. Las realizaciones, aunque menores a las previstas, se concretaron en las vías de comunicación principales, las que partiendo de Madrid comunicaban con Santander y Bilbao, e Irún, La Coruña, Barcelona, La Junquera, Cádiz y Badajoz. Algunas mejoras afectaron a caminos transversales y partieron del interés de las justicias locales.
La construcción de caminos permitió el desarrollo de las zonas vinculadas, aunque las mejoras en la red no siempre provocaron su crecimiento. Hubo otras atravesadas por carreteras que no habían progresado por las dificultades para la comercialización de sus productos. En ocasiones, la falta de vías de comunicación se convirtió en un obstáculo al desarrollo, limitando la circulación interior, pero influyeron otros factores, entre los que se puede citar la rigidez de la demanda o la ausencia de excedentes, como muestran las dificultades para el abastecimiento de las principales ciudades del interior cuando la producción escaseó. De igual modo, tránsitos intensos recorrían rutas peor pavimentadas y que combinaban tramos de rueda y de herradura, conectando villas y ciudades para realizar cambios menores pero frecuentes, sustentando la comercialización entre zonas de producción distintas.
En el siglo XVIII se intensificaron las corrientes mercantiles. No dio lugar a una completa integración de los mercados, como lo muestran las diferencias de precios y las dificultades que algunos años presentaron las principales ciudades para abastecerse. Sin embargo, la intensificación de los tránsitos revelan un incipiente mercado interior. Se fue disponiendo una red básica de comercialización protagonizada por campesinos y artesanos que frecuentaban las ferias y mercados y que fueron enlazando regiones del país. El incentivo provino de la especialización agraria, y de la creciente ocupación de otras actividades por estos trabajadores.
El comercio interior estuvo condicionado por el mercado de Madrid. Su influencia fue básica al determinar las corrientes comerciales del interior y orientar las decisiones de los gobernantes, que trataron de garantizar su abastecimiento. Al mismo tiempo, Madrid fue el centro distribuidor de mercancías hacia el interior. Los productos llegados desde la periferia eran repartidos por los mercaderes que acudían a ferias convocadas en las mesetas castellanas. En las grandes ciudades, las vinculadas con el comercio exterior y de Indias, además de Madrid, se concentraron comerciantes al por mayor capaces de reunir capitales. En las otras menores y las villas castellanas, fue frecuente que la actividad comercial estuviera ejercida por revendedores, regatones y buhoneros, e incluso por quienes se dedicaban a las tareas agrícolas y ejercían esta actividad en el período de descanso. En éstas últimas los centros de intercambio habituales fueron las ferias y mercados. En ocasiones, supusieron la posibilidad de comerciar a mercaderes en poblaciones donde las corporaciones de éstos vetaron la concurrencia. En este sentido, las ferias garantizaron la competencia.
Las ferias del siglo XVIII fueron los centros donde la población castellana efectuó la mayor parte de los intercambios. Puede que disminuyera su poder de convocatoria y que, en algunas ocasiones, se redujeran los días de celebración, en relación a los del siglo XVI. Sin embargo, permitieron conectar las distintas regiones del país y mantuvieron su vitalidad económica. Las ferias financieras pasaron a ser rurales, destinadas a la venta de artículos de consumo por los naturales. Se trató de hacerlas coincidir con otros acontecimientos que le dieran relevancia y se convocaron al inicio o fin del año agrícola con el objetivo de que los campesinos pudieran ofrecer los excedentes de sus cosechas y obtener lo necesario para emprender nuevas tareas agrícolas. En la mayor parte de los casos, estuvieron dirigidas a los habitantes de la misma comarca o provincia y sólo las celebradas en las capitales de las provincias, y cuando disfrutaron de una ubicación privilegiada, rebasaron este ámbito de influencia y contaron con la presencia de mercaderes de otras regiones. Fue general la especialización en la venta de ganados, pero de forma complementaria ofrecieron otras mercancías, bienes de primera necesidad, tejidos y géneros de oro y plata. Los mercados tuvieron una menor trascendencia en las villas y ciudades principales, pues la existencia de tiendas permanentes restó interés a estas convocatorias periódicas. Sin embargo, la continuidad de estas celebraciones debió ser básica en lugares más alejados donde no existían tiendas.
La celebración de ferias y mercados exigió unas normas que permitieran el transcurrir de cada convocatoria sin alteraciones. Fue usual que los concejos asumieran las competencias y estableciesen los criterios que debían regir en cada reunión, cuidando que no interfirieran ni discrepasen de la jurisdicción del estado. Hubo preocupación de los gobernantes municipales por garantizar la seguridad y la protección de quienes acudiesen a ellas, ordenado también por precepto real. De su cumplimiento dependió la continuidad de las celebraciones y, por tanto, los ingresos y beneficios del común y, en su caso, de la hacienda real. Las autoridades locales nombraron funcionarios encargados del desarrollo pacífico de cada convocatoria, de la organización administrativa y del pago de las tasas y del cumplimiento de los preceptos acordados. Sin embargo, hubo ocasiones en que intervino el Consejo de Castilla máximo responsable de las tareas de orden público-, por entender que no se respetaban los requisitos mínimos de seguridad, o el Consejo de Hacienda, por creer que las aportaciones a la hacienda real debían ser mayores. La intromisión de los órganos del estado generó conflictos con los ayuntamientos.
La celebración de una feria exigió actuaciones especiales por los concejos con el fin de localizar el lugar apropiado donde efectuar las transacciones. En la mayoría de las estudiadas, éste era provisional. Los puestos debían construirse cada año en los días previos a su inicio. Cuando se convocaron las especializadas en ganados, fue habitual que se ubicasen en las afueras de la ciudad, en espacios provistos de aguas y pastos para los ganados, y junto a las puertas de entrada, con objeto de facilitar el acceso a los forasteros. La disponibilidad de pastos fue una de las principales preocupaciones para las autoridades locales, sobre todo donde escaseaban las praderas, y por los perjuicios que podían provocar en las tierras de cultivo. Los mercados solían convocarse en la plaza de cada localidad, próxima al ayuntamiento, aprovechando los soportales que hubiera. Además, la concurrencia a ferias requería la presencia de una red de mesones y posadas que auxiliaran a los asistentes. También fue de competencia del ayuntamiento facilitar los lugares de alojamiento y vigilar que no hubiera abusos en el tratamiento a los usuarios.
Durante el siglo XVIII se mantuvieron francas de derechos las
operaciones efectuadas en algunas ferias y mercados castellanos.
Con el mismo carácter se aprobaron gran número de solicitudes de
tales convocatorias en la segunda mitad del siglo, sobre todo a
partir de 1765, cuando se pretendió estimular la actividad
mercantil para limitar los efectos de las pérdidas de las cosechas.
Sin embargo, el responsable de la hacienda, don Pedro López de
Lerena, interesado en lograr vías de financiación y mayores
recursos, emprendió averiguaciones con el fin de limitar las
exenciones de tributos de que disfrutaban algunas. El 10 de junio
de 1787 se aprobó la Real Orden que estableció que alcabalas y
cientos se recaudasen en todas las ferias y mercados francos. Aun
así, se mantuvieron algunas franquicias. El Consejo de Hacienda
reclamó su cumplimiento y asumió las competencias relativas a la
autorización de la exención de tributos en 1789. Es indudable que
el goce de la dispensa supuso un aliciente para las convocatorias,
aunque no determinase en su totalidad su éxito o fracaso. De esta
forma, por un lado hubo algunas ferias cuya franquicia fomentó la
concurrencia y su repercusión en la comarca o región, mientras
otras no lograron mayor afluencia, pese a contar con el privilegio.
Por otro lado, en aquellas donde no se disfrutó de la exención
tributaria las ventas se pudieron hacer con fluidez; al mismo
tiempo algunas en iguales condiciones languidecieron.
En el siglo XVIII, gozaron de exención tributaria las ferias de
las provincias de Segovia, Toro, Zamora y Valladolid. Su
franquicia tuvo su origen en el deseo de fomentar el comercio de
los territorios de realengo y garantizar su poblamiento, dotándolas
de capacidad para competir con las que ya se convocaban en los de
señorío y que no contribuían a la hacienda. Sin embargo, en este
siglo XVIII se fueron incorporando al pago de tributos: cientos y
millones, aunque a veces se moderase el porcentaje de aplicación.
En las ciudades, la exención de derechos podía hacer pervivir a
unos mercados que encontraban fuertes competidores en las
tiendas, formas de comercio más estables con las que el
abastecimiento quedaba asegurado. Por el contrario, ferias y
mercados de las zonas rurales que no gozaron de franquicia,
tuvieron más trascendencia ante la falta de otras prácticas
mercantiles. De hecho, los únicos tributos que pagaban a la
hacienda muchos lugares y villas de corta población eran los
obtenidos por las ventas de sus mercados.
Las recaudaciones de derechos en ferias se caracterizaron por la falta de uniformidad, al menos hasta la aplicación de los reglamentos de 14 y 26 de diciembre de 1785, donde se regularon las tarifas asignadas a cada ramo.
Con frecuencia, en particular en el reino de Galicia, los tributos se arrendaron a particulares, mediante subasta. Los arrendadores garantizaban el cobro y quedaban encargados de prevenir los fraudes. La Hacienda real mantuvo este sistema de recaudación en Galicia ante la imposibilidad de administrar todas las celebradas en el reino y por los escasos ingresos que generaban. A veces, tuvieron que administrarse al no concurrir postores a la subasta, o cuando los arrendadores renunciaron a cumplir su contrato por pérdidas en años anteriores. Fue corriente incluir las recaudaciones de los tributos que se cobraban en estas celebraciones en las cuotas designadas como encabezamientos. En ocasiones, este procedimiento encubrió exenciones o moderaciones de impuestos decididas por los concejos, con el fin de estimular las ventas. En las villas administradas no siempre se detallaron los ingresos procedentes de las ferias. Unas veces, se desagregaron en los de los distintos ramos de venta, otras, se detalló en el del viento o en el de géneros extranjeros, las ventas correspondientes a los días de feria y a los restantes.
Los ingresos de alcabalas y cientos muestran el protagonismo de los intercambios de ferias, a pesar de que sus recaudaciones se fueran reduciendo a partir de 1780 y de que las de las ciudades tendieran a crecer. Estas celebraciones desarrollaron una actividad esencial para sus localidades, como muestra el alto protagonismo de sus ingresos con respecto a los totales de alcabalas y cientos. El aumento de las actividades comerciales durante el período de celebración fue el estímulo de algunas que el resto del año desarrollaban una actividad más limitada. Así ocurrió en Mérida y Cáceres, donde las ferias permitieron mantener su dinamismo. Y lo mismo se muestra en otras andaluzas: Noalejo, Mairena y Villamartín. A pesar de su trascendencia económica por el volumen de ventas que revelan sus ingresos, perdieron poder de convocatoria a partir de 1790.
Los intercambios tradicionales de ferias mantuvieron su utilidad en otras del interior castellano como Ávila, Soria, Toledo o Alcalá de Henares. Sus ingresos por alcabalas y cientos tendieron a reducirse, como en los casos anteriores, y su representación en las recaudaciones totales de cada una fue pequeña, en torno al 5%. Sin embargo, para algunos ramos, en especial la venta de ganados, las recaudaciones los días de feria eran superiores a las de los restantes, lo que indica que los intercambios tradicionales se destinaron a una demanda concreta. Además, tuvieron que divulgarse las tiendas como una forma de comercio más estable y en expansión por Castilla, y que fueran complementarias de la actividad desarrollada por aquéllas.
Los mercados perdieron más importancia como se deriva de los ingresos por alcabalas y cientos que generaban, tanto en términos absolutos, como en comparación con los totales -por los mismos conceptos- de las localidades. Su significación en el conjunto de ingresos era mínima. La reducción de las recaudaciones fue progresiva desde 1765, aunque en algunas pudo retrasarse hasta la reforma de la hacienda de 1785, cuando se aplicaron las mismas tarifas que en las tiendas fijas. Donde existieron éstas, los mercados se debilitaron por la competencia ante las posibilidades de abastecimiento de forma continuada.
Los ingresos de otras ferias de algunas ciudades castellanas se incrementaron en la segunda mitad del siglo XVIII. Estaban ubicadas en el interior, supieron aprovechar las oportunidades brindadas por las vías de comunicación y mantuvieron la tradición de las convocatorias periódicas, sobre todo las especializadas en la venta de ganado. En estas ciudades se concentraron mercaderes y consumidores de la provincia, pero, además, canalizaron el tráfico generado por la proximidad de la frontera portuguesa. Salamanca, Zamora, Trujillo y Plasencia se beneficiaron de su emplazamiento. La repercusión en estas poblaciones fue considerable. En las ciudades extremeñas, por ejemplo, más del 45% de las ventas anuales se hicieron en días de feria. La difusión de tiendas, de comercio permanente, debió ser menor que en otras provincias castellanas. Las de Almagro y Talavera compartieron caracteres similares al aprovechar el tránsito y coordinar los cambios de sus comarcas. A pesar del crecimiento de los ingresos, su ritmo se fue atenuando en los últimos años del siglo XVIII.
También hubo otras menores que permanecieron e incrementaron sus ingresos a finales del siglo XVIII, aunque fueran menos representativas en el conjunto de ingresos de sus ciudades o villas e incluso se redujera su participación (Ponferrada, Toro, Carrión). En algunas ciudades de Andalucía, se especializaron en la venta de una especie de ganado o de otros géneros que las hiciesen atractivas para las gentes y que les diesen ventaja, en comparación con otras formas de intercambio. En todas estas circunstancias, tuvieron papel decisivo, al organizar el comercio de las comarcas.
El aumento de las peticiones de ferias y mercados en la segunda mitad del siglo XVIII estuvo en parte impulsado por las disposiciones legislativas. El Consejo de Castilla estimuló el establecimiento de los mercados en las cabezas de comarca para lograr su abastecimiento. La mayoría de las solicitudes partieron del mundo rural, pues, en general, las ciudades y pueblos de numerosa población ya las convocaban desde antiguo. Las villas que en el siglo XVIII se acercaron al Consejo solían tener una población más reducida y hacían sus ventas en mercados de otros pueblos de la comarca.
Estas celebraciones se difundieron en Castilla en la segunda mitad del siglo XVIII y en los primeros años del siglo XIX. Por un lado, el crecimiento demográfico y de producción, las nuevas vías de comunicación y una incipiente especialización agraria impulsaron la creación de nuevas, aún en lugares donde las tiendas se habían asentado con anterioridad. Organizaban el comercio de la comarca o de la provincia y permitían dar salida a los excedentes. Las tiendas, que habían sido suficientes a mediados del siglo XVIII, fueron incapaces de absorber el incremento del tránsito. El recurso fue la divulgación de ferias y mercados ante las nuevas perspectivas de producción y la posibilidad de ofrecerla en mercados cercanos. Por otro lado, el interés por crear nuevos centros manifiesta la necesidad de comerciar en lugares aislados. En zonas rurales donde no existían centros de venta, los mercados fueron una solución inmediata ante las nuevas perspectivas de producción, e incluso cuando había escasez para lograr el abastecimiento de la comarca.
Como se ha dicho, la especialización agraria agudizó la necesidad de conseguir autorización para crear centros donde ofrecer los excedentes. Las villas habían orientado su producción al comercio, porque los beneficios obtenidos con las ventas podrían ser mayores que los logrados con la diversificación agraria. La falta de un mercado o una feria impedía que se vendieran los excedentes producidos. Estas convocatorias permitieron ampliar las perspectivas de ventas y una mayor diversificación de oficios. Ofrecieron oportunidades de mejora tanto a los naturales como a los forasteros por el incremento de las transacciones. Sus representantes pretendieron, además, reducir los costes de los desplazamientos, que evitarían las subidas de precios y aumentarían los beneficios derivados de las ventas, al hacer que sus producciones fueran más competitivas.
También, las ferias y los mercados se concibieron como una forma de incrementar los ingresos de los ayuntamientos. Así lo entendieron los gobernantes de las villas que trataron de solventar los problemas derivados de la falta de medios para hacer frente a los tributos. Por un lado, en algunas localidades los impuestos gravaron a los vecinos, cuando no se revisaron los encabezamientos a la baja, por la disminución de los que contribuían debido al menor número de habitantes. Por otro lado, la revisión de los encabezamientos al alza a finales del siglo XVIII provocó un aumento de las cuotas acordadas para cada pueblo y, por tanto, del reparto entre los vecinos. El crecimiento de las transacciones derivado de las nuevas convocatorias permitiría incrementar los ingresos de los ayuntamientos y afrontar los pagos a la Real Hacienda.
La libertad de comercio interior influyó también en el aumento
de las solicitudes para celebrar ferias y mercados llegadas al
Consejo de Castilla. La Real Cédula de 11 de junio de 1765, que
abolió la tasa establecida sobre los granos, favorecía la dedicación
al comercio de cereales a mercaderes y a quienes pudieran
transportarlos y almacenarlos, reglamentando sus actividades -
como se hacía con los comerciantes que traficaban con otros
géneros- y prohibiendo monopolios y torpes lucros. En los
pueblos donde no se establecieron mercaderes y no se celebraban
mercados, los vecinos se quejaron de los precios a que llegaban los
cereales. Atribuyeron la subida de éstos a que rentistas y
negociantes acumulaban grano y lo ofrecían en años de malas
cosechas a precios altos por la falta de competencia. Interpretaron
que un mercado evitaría los monopolios y regularía los precios.
Tanto el aumento de la demanda como las dificultades
derivadas de la escasez de las cosechas exigieron la intensificación
de las transacciones comerciales y, por tanto, la existencia de
centros de intercambio que facilitasen el abastecimiento. Desde el
estado y desde las propias villas, hubo interés en divulgar estas
formas tradicionales de intercambio. Tuvieron diferentes
finalidades: el Estado persiguió incrementar los ingresos de la
hacienda y evitar la escasez en años de cosechas deficientes, lo que
disminuiría las posibilidades de conflictos y motines; los concejos
pretendieron el bienestar de sus villas, que en ocasiones
redundaría en mayores beneficios para el común.
El número de ferias y mercados se multiplicó en la segunda
mitad del siglo XVIII, respondiendo a una mayor especialización y
diversificación de las actividades. Su importancia se mantuvo,
aportando notables ingresos a las ciudades y adaptando sus
funciones convirtiéndose, en ocasiones, en una forma de
distribución comercial. Los comerciantes foráneos colocaban sus
mercancías en ferias para distribuirlas a mercaderes que después
las vendían al por menor en sus tiendas. Pudieron destinarse a
ofrecer mercancías de valor o las elaboradas en lugares alejados de
la localidad.
En los principales núcleos de población, y en otros menores, las formas de venta habituales tuvieron que ser las tiendas, que se iban divulgando en Castilla. Lo corriente fue que mercados y, sobre todo las ferias, constituyesen su complemento. La posibilidad de disponer de establecimientos permanentes debilitó las tradicionales convocatorias, adaptadas a una demanda más discontinua en función de los recursos agrarios.
Las ferias y mercados del siglo XVIII representan una forma de intercambio tradicional. Las primeras respondían a una demanda limitada por la dependencia de los ciclos agrícolas y que no exigía formas permanentes de venta. Sin embargo, su multiplicación es la manifestación de necesidades crecientes y permanentes de comercialización. Su difusión indica una activación de los pequeños desplazamientos, la intensificación del tránsito de mercancías y, por tanto, la creación de una red básica de comercialización. De manera complementaria, nuevas formas de intercambio estaban consolidándose en Castilla, pese a los límites a la producción de finales del siglo XVIII y los primeros años del siglo XIX. Las tiendas representaron los medios modernos de intercambio; las ferias y mercados, la única forma de comerciar y dar salida a los excedentes en lugares aislados, a los que permitió integrarse con el resto, y un mercado complementario y organizador del comercio provincial o comarcal, en ciudades y villas mayores o mejor conectadas. Por tanto, la multiplicación de ferias puede considerarse como un signo de que el mercado interior caminaba hacia la integración, como muestran también la importancia de sus recaudaciones. Proporcionaron una mayor conexión con lugares más apartados. Contribuyeron a la formación del comercio interior y al crecimiento económico.